Pasamos la noche de lo más acarameladas, entre besos y abrazos, algún 'te quiero' furtivo que salía de nuestros labios tímidos, a los que le encantaba comerse a besos.
Cuando los primeros rayos de sol empezaron a colarse por la ventana de la habitación, nos descubrió aún despiertas. Contándonos todas las novedades que ya nos habíamos dicho por teléfono los días anteriores. Y por supuesto, haciendo que nuestros dedos volvieran a aprenderse a la perfección cada milímetro de nuestro cuerpo, que aunque no fuera posible, más valía no arriesgarse y que se les olvidara.
Nos desayunamos mutuamente. Volvimos a recordar lo que eran nuestros amaneceres juntas. Volví a sentir en mi cuerpo lo que son sus labios, viviendo de nuevo lo que sentía cuando su boca merodeaba a su gusto por mi cuerpo. Volví a saborearla completamente. Volvió a carcajear, a acelerarse, a llegar al cielo gracias a mi boca. Y esa sensación, nada ni nadie podrá arrebatarla jamás. A ninguna de nosotras. Pase lo que pase, nuestros momentos íntimos siempre serán nuestros. Porque por mucho que lo describa, es una sensación que cada persona debería poder vivir, al menos, una vez en la vida. Sentir como la persona a la que amas, disfruta gracias a ti; sentir como esa persona llega más allá de lo corpóreo, como el placer se apodera de ella. Y en mi caso, puedo decir que soy una gran afortunada. Malú... Es ella. Es imposible describir con palabras algo que llega más allá de la piel, más allá del corazón.
- Entonces... Dices que has avisado a mi madre. ¿Verdad? - preguntó mientras cerraba la puerta del copiloto y yo comenzaba a conducir.
- Eh... Sí. - dudé.
- Pues ella no es lo que me ha dicho. Dice que le llevaste a las perritas pero no le dijiste el porqué. - tosió haciéndose la ofendida.
- Vaya con Pepi... Cada día pienso más que cuando descubra que comparto algo más que techo con su hija...
- ¿Qué?
- No, nada.
- Dí. - me fusiló con su mirada.
- Que dejaré de comerme sus pucheros. De momento aprecio demasiado mi vida. Y más a tu lado.
- Dí. - me fusiló con su mirada.
- Que dejaré de comerme sus pucheros. De momento aprecio demasiado mi vida. Y más a tu lado.
- Muy bonito... Pero, ¿por qué?
- Me envenenaría. Sabes de sobra que no me aguanta. - reí.
- Perdona... - dijo dirigiendo su mano hacia el botón del volumen de la música para bajarlo.- pero mi madre te adora. Lo que pasa, es que ella está oliendo algo raro. Y no sabe lo que es. - rió.
- Y mientras se dedica a putear a su nuera. ¿No? - carcajeé. - Que no pasa nada cariño, que tú no tienes culpa. Pero que cuando decidas que es el momento, las comidas de los domingos, mejor las hacemos en casa, y cocino yo.
Su respuesta fue una mirada de odio.
- Tu hermano José me entendería. No hace mucho que tuve una conversación con él y me admitió que no le gustaría tener a tu madre de suegra. Es un amor, pero... - giré mi cabeza hacia su asiento y vi como se le escapaban lágrimas de la risa. - ¿te hace gracia? - le pregunté intentando contener la mía.
- No, es que a mi tampoco me gustaría tenerla como suegra. - carcajeó.- Que hablando de suegras, yo ni conozco a la mía.
- ¡Anda! Mira esta canción de Pastora Soler ¡Me encanta! - disimulé subiendo el volumen.
- Cuando quieras la llamamos, que venga a casa, y hacemos un concierto íntimo. Pero ahora, contesta. ¿Cuándo voy a conocer a mi suegra?
- Cuando tú quieras, amor. Ella está deseando conocerte. Por cierto...
- ¡Que te pasas la salida, lerda! - rió.
- Cierto. Usted perdone, señorita. - giré mi cabeza en busca de su boca. Para fundirnos en un corto pero intenso beso.
- No me puedes hacer esto... Darme este besito y pasar de mi.- me dijo haciendo pucheros.
- No paso de ti, pero no quiero que nos matemos. Tenemos aún una larga vida por delante. - reí. Y ella conmigo. Y ese dulce sonido inundó todo el coche de felicidad, de alegría, del amor que nos procesábamos mutuamente. Su risa era el mejor medicamento contra la depresión, contra la infelicidad. Ella era capaz de alegrar hasta lo imposible solo con su presencia, solo con la sonrisa que dibujaba, y le hacía brillar allá por donde fuera.
Cuando aparcamos el coche en el parking de la terminal, antes de bajarnos, ella comenzó su transformación a incógnito. Tengo que admitir que si no fuera porque vi como lo hizo, ni yo misma la hubiera reconocido. Se colocó su larga y perfecta melena por delante de los hombros, una gorra de tela vaquera, y sus grandes gafas de sol de aviador en la cara. Se notaba la gran experiencia que tenía ya de los años. Aunque en el fondo, por mucho que intente disimular, su brillante sonrisa, la delata. Y eso lo sabe ella, igual que cualquiera de nosotros.
Cuando pasamos por el arco del aeropuerto, tuvimos que echar a correr, ya que se nos había hecho algo tarde y el avión se marchaba sin nosotras.
Llegamos al apartamento. Ella, dejó las maletas en la puerta de la habitación y con las mismas, se tumbó encima de la cama, estirando sus brazos y piernas, quedando así como una estrella de mar, siempre preciosa.
- Gorda... - me dijo bocabajo, con la cabeza en la almohada.
- Dime, flaca. - reí.
- Me apetece hacer algo... Algo que no hemos hecho nunca.
- ¿Qué le apetece a mi reina?
- ¡Dormir! - estalló en carcajadas.
- Se que no dormimos demasiado... Pero para que en casi seis meses, digas que no hemos dormido nunca... - dije antes de iniciar un ataque de cosquillas por su cuerpo. Sus carcajadas me incitaban cada vez más a seguir, aunque su voz me suplicara a gritos que parase.
Al final, como siempre, me ganó la batalla cuando, entre tanto ataque de cosquillas, me besó el cuello. No se las veces que he podido llegar a decirlo, pero sus labios son la puerta al mismísimo paraíso.
- Ya en serio, mi vida. Me apetece salir a cenar las dos solas, en un sitio íntimo... Lo que viene siendo una cenar romántica... Y después... Dar un paseo juntas, de la mano, por la playa. Abrazadas...
- Pero mi niña... - le aparté el pelo acariciándole la cara.
- Me da igual... Nadie sabe donde estamos... Nadie nos va a reconocer. Anda, por fi...
Y así fue como empezó una gran noche. La primera de muchas en la que el mar sería testigo de nuestros ataques de amor más grandes.
Malú, tras pegarnos una ducha para refrescarnos, se colocó un vestido veraniego blanco que le quedaba un poco por encima de la rodilla. Algo que contrastaba con su moreno de piel. No se maquilló, ya que ningún maquillaje puede mejorar su belleza natural. Con el pelo ondulado, unos pendientes chiquitines y una gargantilla, simple y básica, como es ella, iba preciosa. Se puso un bolso típico de playa, de estos gigantes, que parece que tienen puerta a otra dimensión de lo que cabe en ellos. En los pies se puso unas sandalias negras con piedrecitas que brillaban al darles la luz, y que hacían que ella pareciese cada vez una estrella más y más brillante.
Comenzamos a andar por el pueblo, sin necesidad de escondernos. Irradiaba felicidad. Cenamos como ella deseaba, a la luz de las velas, en la orilla de la playa. Las dos solas en una pequeña terraza del restaurante, con el vino que ella eligió. Cosa que hizo que acabáramos algo contentillas de más la cena.
Tras eso, nos fuimos a pasear, como ella deseaba, por la playa, las dos, cogidas de la mano, disfrutando de la brisa, de la arena. Corrimos de un lado a otro de la playa. Descubrimos una pequeña cala, en la que nos escondimos del mundo, donde construimos algo más de nuestro mundo...
Y allí...
Cuando aparcamos el coche en el parking de la terminal, antes de bajarnos, ella comenzó su transformación a incógnito. Tengo que admitir que si no fuera porque vi como lo hizo, ni yo misma la hubiera reconocido. Se colocó su larga y perfecta melena por delante de los hombros, una gorra de tela vaquera, y sus grandes gafas de sol de aviador en la cara. Se notaba la gran experiencia que tenía ya de los años. Aunque en el fondo, por mucho que intente disimular, su brillante sonrisa, la delata. Y eso lo sabe ella, igual que cualquiera de nosotros.
Cuando pasamos por el arco del aeropuerto, tuvimos que echar a correr, ya que se nos había hecho algo tarde y el avión se marchaba sin nosotras.
Llegamos al apartamento. Ella, dejó las maletas en la puerta de la habitación y con las mismas, se tumbó encima de la cama, estirando sus brazos y piernas, quedando así como una estrella de mar, siempre preciosa.
- Gorda... - me dijo bocabajo, con la cabeza en la almohada.
- Dime, flaca. - reí.
- Me apetece hacer algo... Algo que no hemos hecho nunca.
- ¿Qué le apetece a mi reina?
- ¡Dormir! - estalló en carcajadas.
- Se que no dormimos demasiado... Pero para que en casi seis meses, digas que no hemos dormido nunca... - dije antes de iniciar un ataque de cosquillas por su cuerpo. Sus carcajadas me incitaban cada vez más a seguir, aunque su voz me suplicara a gritos que parase.
Al final, como siempre, me ganó la batalla cuando, entre tanto ataque de cosquillas, me besó el cuello. No se las veces que he podido llegar a decirlo, pero sus labios son la puerta al mismísimo paraíso.
- Ya en serio, mi vida. Me apetece salir a cenar las dos solas, en un sitio íntimo... Lo que viene siendo una cenar romántica... Y después... Dar un paseo juntas, de la mano, por la playa. Abrazadas...
- Pero mi niña... - le aparté el pelo acariciándole la cara.
- Me da igual... Nadie sabe donde estamos... Nadie nos va a reconocer. Anda, por fi...
Y así fue como empezó una gran noche. La primera de muchas en la que el mar sería testigo de nuestros ataques de amor más grandes.
Malú, tras pegarnos una ducha para refrescarnos, se colocó un vestido veraniego blanco que le quedaba un poco por encima de la rodilla. Algo que contrastaba con su moreno de piel. No se maquilló, ya que ningún maquillaje puede mejorar su belleza natural. Con el pelo ondulado, unos pendientes chiquitines y una gargantilla, simple y básica, como es ella, iba preciosa. Se puso un bolso típico de playa, de estos gigantes, que parece que tienen puerta a otra dimensión de lo que cabe en ellos. En los pies se puso unas sandalias negras con piedrecitas que brillaban al darles la luz, y que hacían que ella pareciese cada vez una estrella más y más brillante.
Comenzamos a andar por el pueblo, sin necesidad de escondernos. Irradiaba felicidad. Cenamos como ella deseaba, a la luz de las velas, en la orilla de la playa. Las dos solas en una pequeña terraza del restaurante, con el vino que ella eligió. Cosa que hizo que acabáramos algo contentillas de más la cena.
Tras eso, nos fuimos a pasear, como ella deseaba, por la playa, las dos, cogidas de la mano, disfrutando de la brisa, de la arena. Corrimos de un lado a otro de la playa. Descubrimos una pequeña cala, en la que nos escondimos del mundo, donde construimos algo más de nuestro mundo...
Y allí...

Me encanta!! Que monas, las ganas que había de capitulo, me encanta tu novela :)
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